
1.- ¿QUÉ CRISIS EUROPEA?
La interpretación oficial de la crisis es que ésta es una severa crisis financiera surgida por la “excesiva liberalización de los mercados de dinero”, “descontrolados” por cinco razones:
una, por el egoísmo humano que ha desbordado los controles inherentes a la “mano invisible del mercado”; dos, egoísmo especialmente perverso de la clase trabajadora que impide la recuperación económica con sus exigencias de incrementos salariales, de mayores gastos públicos y sociales, más derechos y menos trabajo, etc.; tres, la crisis se alarga por la caída de los beneficios al desplomarse la capacidad de compra por la
restricción del crédito; cuatro, a todo esto hay que sumar la tardanza en la toma de medidas por parte de los Estados lo que agrava el problema; y, cinco, las masivas pero tardías ayudas a fondo perdido al capital financiero han multiplicado exponencialmente la deuda pública y privada que lastra como un ancla de plomo el despegue económico.
Esta interpretación es muy pobre, muy limitada históricamente y falsea las verdaderas razones de la crisis, su alcance, y las salvajes medidas que se van a imponer. El problema crucial radica en lo que no dice, en lo que falsifica y miente al reducir la crisis a su forma superficial más limitada, reduciendo el capitalismo al subjetivismo marginalista, a la idea de que el dinero crea dinero y de que, por tanto, es el capital financiero el decisivo, el que domina sobre las otras formas de capital. Se niegan así cuestiones decisivas como la importancia clave del capital industrial, las leyes de concentración y centralización del capital y de la perecuación de capitales, la importancia del Estado y de la violencia
burguesa y, como síntesis, la decisiva trascendencia de la lucha de clases. Todo esto se escamotea y se restringe el debate a lo que le interesa a la burguesía: cómo volver contra el movimiento obrero y revolucionario a los sectores reformistas y conservadores de la
clase obrera; cómo movilizar a favor del capital a la pequeña burguesía para que actúe como movimiento reaccionario de masas, y cómo derrotar a la clase trabajadora en su conjunto, aumentando lo más posible su explotación. Por tanto, debemos restablecer la realidad innegable de la lucha de clases como motor de la historia, su existencia objetiva al margen de las ilusiones subjetivas, de sus vaivenes y períodos de latencia y de aparente extinción.
La financierización ha sido la chispa que ha prendido el fuego de la crisis porque antes ya había combustibles de sobra para el incendio: la larga lista de problemas de todo tipo que cada vez más dificultan la realización del beneficio del capital industrial desde los años setenta del siglo XX y que podemos resumir en la dialéctica entre el accionar de la ley tendencial de la caída de la tasa de beneficios, por un lado, y, por otro, la agudización de otras crisis como la ecológica, la del agotamiento de los recursos, la alimentaria y sanitaria, etc. La crisis ha estallado porque han fracasado las sucesivas “soluciones” que las burguesías han ido aplicando para aumentar sus beneficios en un contexto mundial de sobreproducción excedentaria que no encuentra salida en los mercados y estas soluciones se han basado en la manipulación financiera, en la ingeniería bancaria llevada a lo irracional. Marx advirtió que antes de cada crisis surgía una euforia crediticia destinada a reactivar la economía minada en el fondo pero pletórica en su apariencia externa, de
madera que si en una primera instancia el crédito sirve para engrasarla, con el tiempo ese mismo crédito se lanza a la especulación desmedida agravando las contradicciones que emergen en una nueva crisis. Pero en el análisis de Marx hay un “factor” que ha sido olvidado posteriormente: el papel crucial del Estado como fuerza decisiva. Todas las contratendencias que impone la burguesía para revertir la caída tendencial de los beneficios nos remiten directa o indirectamente al papel de su Estado. La dialéctica de lo endógeno en la economía, sus leyes tendenciales, y lo exógeno, el papel del Estado, en la marcha del capitalismo, se ve en las reordenaciones europeas desde el siglo XVII. Antes de seguir, debemos aclarar dos cosas. Una es que la interacción entre lo estrictamente económico y lo estrictamente político-estatal es decisiva para entender el capitalismo como totalidad movida por la unidad y la lucha de contrarios irreconciliables como son la burguesía y el proletariado, por la lucha de clases. Si negamos o minusvaloramos esta dialéctica caemos en dos errores desastrosos como son el determinismo economicista y el subjetivismo idealista. La otra es el concepto de reordenamiento: son los momentos en los que se fusionan políticamente las distintas contradicciones dando el salto a una nueva fase global del capitalismo. El capitalismo sufre fases en sus formas pero mantiene su esencia explotadora basada en la extracción de plusvalía por la clase propietaria de las fuerzas productivas. La esencia permanece inalterada mientras subsista este modo de producción, aunque sus formas externas cambien en el tiempo. No nos extendernos ahora en la categoría dialéctica de lo mutable y de lo permanente, de la forma y del contenido, del fenómeno y de la esencia, etc., ni en una complejidad de las interacciones entre lo económico, político-estatal, militar, cultural e ideológico, etc., que se dan en las sucesivas fases en las que la explotación adquiere nuevas formas exteriores.
2.- REORDENACIONES Y CRISIS
Las reordenaciones sancionan el cierre de una fase global de la explotación y el comienzo de otra, permitiendo al capitalismo lanzarse con todos sus bríos por nuevas sendas una vez puesto orden en su interior. ¿Qué orden? Pues el que atañe a las contradicciones fundamentales del sistema: aplastar a las clases trabajadoras; destruir masivamente las obsoletas fuerzas productivas y facilitar la aplicación masiva de nuevas tecnologías; derrotar a las burguesías y Estados competidores obligándoles aa aceptar las exigencias de las burguesías victoriosas; imponer nuevas monedas fuertes, nuevas leyes económicofinancieras y de regulación del mercado internacional, y extender e intensificar la expansión mundial del capitalismo bajo una nueva hegemonía imperialista. Hasta el presente, las reordenaciones se han desplegado sólo después de atroces guerras internacionales en las que ha vencido un bloque burgués sobre otras burguesías, y la burguesía en conjunto sobre las clases trabajadoras y las naciones oprimidas. Según el resultado de las guerras, las reordenaciones se institucionalizan, adquieren carácter oficial e internacional, bien mediante la rendición incondicional o pactada del bloque social vencido, o mediante algunas negociaciones formales que sancionan legal e internacionalmente las exigencias del vencedor sobre el vencido. No profundizamos ahora en el papel de la guerra en el capitalismo sobre todo en sus momentos de crisis sistémica, pero sabemos que éstas comienzan por contradicciones económicas endógenas, que rápidamente adquieren contenido político acelerando las tendencias objetivas hacia la militarización y la guerra. En la historia de Europa ha habido tres grandes reordenaciones
de esta índole: la que tomó cuerpo legal en el Tratado de Westfalia de 1648 tras la guerra de los Treinta Años; la que tomó cuerpo en el Congreso de Viena de 1815 tras las guerras napoleónicas; y la que tomó cuerpo en los acuerdos de Yalta y Potsdam en 1945 tras la gran crisis de 1914-1945. Estamos en la cuarta, pero sin un recurso a la guerra, por ahora.Desde el siglo XVII, dos leyes capitalistas destacan en el accionar las reordenaciones Una es la ley de la perecuación que explica por qué los capitales abandonan los negocios menos rentables para ir a los más rentables. Y la otra es la de la concentración y centralización, que explica que los capitales más fuertes se comen a los más débiles a la
vez que se reducen los propietarios de capital. La historia político-económica, diplomática y militar muestra cómo las burguesías se apoyan cada vez más en sus Estados para dirigir esas leyes en su beneficio exclusivo y para debilitar a las burguesías competidoras, obligándoles a aceptar sus condiciones de inversión, la absorción de sus capitales por los
capitales extranjeros, etc. El capitalismo funciona, durante los períodos de relativa “normalidad”, sin mayores ingerencias estatales, pero según aumentan las dificultades de realización del beneficio, las resistencias obreras, la competencia de otras burguesías, y según avanza la crisis, las burguesías refuerzan sus Estados, sus ejércitos, etc., a la vez que exigen sumisión pasiva a las clases explotadas y claudicaciones a las burguesías
competidoras.
Los Estados más poderosos presionan para que sus capitales se inviertan en las mejores condiciones en mercados exteriores, en detrimento de los autóctonos. El “libre cambio” exterior y el proteccionismo interior no son una invención reciente del neoliberalismo sino
que existían antes del capitalismo y lo encontramos muy activo ya en los siglos XIV y XV.
La “libertad de mercado”, la “globalización”, etc., son tan antiguas y permanentes como la
economía comercial y mercantil aunque sea precapitalista, pero sólo con el capitalismo
han desarrollado todo su poder expansivo y exterminador, como queda tan
impresionantemente demostrado en el Manifiesto Comunista escrito en 1848. Las
reordenaciones europeas han respondido a estas interacciones entre las fuerzas
económicas y políticas, que han llegado a plasmarse en guerras internacionales para
acelerar así su funcionamiento. La crisis actual es el resultado de la política imperialista de
Estados Unidos desde que impuso en 1944-1948 las instituciones internacionales
decisivas para su futuro dominio mundial: FMI, Banco Mundial, ONU, GATT y poco más
tarde la OTAN y el resto de aparatos que padecemos ahora. Política destinada a derrotar a
la URSS, al movimiento obrero internacional y a las guerras de liberación nacional y
antiimperialista, y que en la década de los años cincuenta dirigió desde la trastienda los
primeros pasos de la llamada “Europa del carbón y del acero” y del Tratado de Roma de
1957. Había comenzado la cuarta reordenación europea con dos características diferentes
a las tres anteriores: se desarrolla bajo el control abierto o distante de una potencia,
Estados Unidos, no europea; y se realiza sin el recurso a una nueva guerra total dentro de
Europa, aunque sí con guerras locales y fortísimas presiones económico-políticas de las
potencias más fuertes sobre las burguesías restantes y más débiles.
La cuarta reordenación avanzó lentamente hasta que coincidieron tres dinámicas decisivas
desde finales de los años ochenta: una, la imposición por Estados Unidos y Gran Bretaña
de la financierización para reforzar el neoliberalismo, dando un impulso a las ganancias
burguesas pero acumulando los problemas que estallarían luego; dos, la implosión de la
URSS y de su bloque, y el giro al capitalismo de China Popular, y tres, la recuperación de
las luchas mundiales desde la mitad de los años noventa. Dinámicas activas dentro de la
creciente contradicción entre la tendencia imparable a la sobreproducción excedentaria y
los sucesivos fracasos de todas las “soluciones milagrosas” que inventaba el
neoliberalismo para detener la sangría de pequeñas crisis parciales que estallaban cada
vez más rápidamente en todo el mundo. El Tratado de Maastricht de 1992 quiso cerrar una
fase vieja y abrir la nueva, alumbrando “por métodos pacíficos y democráticos” a la Unión
Europea.
Pero han estallado las cargas de profundidad que se acumulaban en el subsuelo social, no
desactivadas por las sucesivas tácticas burguesas ni por una nueva guerra internacional
que impusiera, como ocurrió en el pasado, una nueva jerarquía imperialista. Ahora, sobra
potencial productivo por todo el mundo que no se vende; los Estados, la banca y la
economía privada están en números rojos con unas deudas que superan lo imaginable y
que pueden desplomarse arrastrando a la ruina a países enteros; se va agudizando la
lucha de clases y la resistencia de los pueblos al imperialismo; las potencias “emergentes”,
algunas de las cuales son semi imperialistas, no se resignan a aceptar, como en el
pasado, las cada vez más duras exigencias del imperialismo occidental liderado por
Estados Unidos, liderazgo que es parcialmente cuestionado por el euro imperialismo; la
rápida agudización de la crisis ecológica amenaza en dar el salto a catástrofe mundial, sin
olvidar el agotamiento de los recursos energéticos y alimentarios, del agua potable, etc.; y
aumenta el armamentismo en todos los aspectos, sobre todo en el nuclear y bioquímico.
La crisis de la Unión Europea es así parte de la crisis mundial agudizada por dos factores
que no existieron en el pasado: uno, que ya no es ni será jamás la potencia hegemónica a
nivel mundial en lo económico y en lo militar; y, otro, que a diferencia del pasado, ahora
depende mucho más de los recursos energéticos exteriores para mantener una forma de
vida interna que siga atolondrando a sus clases trabajadoras. Dos ejemplos, una de las
bazas de las burguesías europeas para evitar las revoluciones era la emigración masiva a
otros continentes de la sobrepoblación empobrecida, lo que ahora es ya imposible, y basta
una negativa de Rusia o de Estados Unidos, o de cualquier otro país, para que el petróleo,
el gas y otros materiales estratégicos dejen de fluir en la misma cantidad a la Unión
Europea. Para recuperar su peso imperialista, la Unión Europea necesita de un ejército
como el de Estados Unidos, lo que le exigiría muchos años de inmensas inversiones de
capital en gastos militares y de absoluta docilidad de las clases explotadas, y esto no es
posible en las condiciones actuales.
3.- CRISIS Y LUCHA DE CLASES
Solamente hay tres grandes soluciones para el capital europeo: aplastar sin
contemplaciones a las clases trabajadoras para aumentar la tasa de beneficio y la
acumulación ampliada de capital; imponer mediante severas medidas de presión interna a
las burguesías más débiles una férrea jerarquía interna de modo que la Unión Europea
adquiera una mínima coherencia interna y externa; y aceptar la dirección yanqui en los
problemas vitales para la supervivencia del imperialismo occidental como el dominante en
el planeta, cosa que sólo puede lograrse con las armas y recursos de control financiero y
chantaje económico que todavía posee Estados Unidos.
3.1.
La primera, el aplastamiento de la clase obrera es urgente, y tiene a su favor cuatro
grandes bazas. Una es la capacidad de alienación y mansedumbre que produce la vida
asalariada por sí misma, sobre todo mediante el efecto narcótico que nace del fetichismo
de la mercancía. Se trata de un poder fetichizante y alienador inherente a la relación
capital-trabajo y a su lógica mercantil. También actúa la denominada por Marx “coerción
sorda” del capital sobre el trabajo, que paraliza por el miedo al despido y al desempleo, por
la violencia latente y preventiva inserta en la disciplina laboral. No olvidemos el efecto
integrador del consumismo y de la propaganda capitalista, de sus medios represivos
preventivos, de sus especialistas en contrainsurgencia y en manipulación psicopolítica de
masas mediante la teledirección y hasta la provocación de la irracionalidad y de los miedos
inconscientes en la estructura psíquica de masas. Desgraciadamente, casi todas las
izquierdas revolucionarias han olvidado o no saben luchar contra esta problemática
inherente al capital, o se niegan a hacerlo porque piensan con criterios economicistas,
deterministas y objetivistas que no comprenden la importancia del denominado “factor
subjetivo”.
El reformismo y el sindicalismo economicista centrados sólo en el salario, tienen su
fundamento ideológico en el fetichismo de la mercancía, en la cosificación y reificación de
la existencia. La II Internacional y también la III, desde finales de los años veinte,
desconocieron o abandonaron la lucha contra la alienación y el fetichismo, aceptando un
economicismo que reforzaba ideológicamente la visión burguesa centrada en la
mercancía. Los efectos negativos del reformismo político-sindical no se limitan al apoyo
político al capital, sino también al fortalecimiento del interclasismo en las clases explotadas
porque jamás atacan la cosificación de la existencia, la reificación de las relaciones y la
reducción de éstas a simples luchas entre fetiches mercantiles. Existe una conexión
profunda entre la burocracia sustitucionista inherente al reformismo y la fetichización,
irreconciliables ambas con la conciencia comunalista, colectivista y tendente a la
autoorganización que hay que (re)construir en las clases trabajadoras.
Otra baza, relacionada con la anterior, y muy efectiva, es el nacionalismo imperialista
permanentemente actualizado por las burguesías, y la incapacidad de las izquierdas
revolucionarias para combatirlo. El grueso de las izquierdas ha olvidado la gran
experiencia de las luchas populares contra el nazifascismo, de la resistencia interna contra
el ocupante que era a la vez una lucha de clases contra la burguesía propia que
colaboraba activamente con el nazifascismo. Y hablamos sólo de la experiencia más
reciente, sin remitirnos al papel progresista de los sentimientos nacionales de las clases y
de los pueblos en las oleadas revolucionarias anteriores, la de 1848-1849, la de 1871, la
de 1917-1936. En todas ellas chocaron el nacionalismo burgués y los sentimientos
nacionales de las clases trabajadoras que luchaban por otro modelo nacional incompatible
con el burgués. Ahora sólo existe el nacionalismo imperialista y su aceptación acrítica o
ferviente por las clases explotadas, aceptación que se muestra en el racismo, en el
neofascismo y fascismo en aumento, en el machismo y en el sexismo, etc.
En las crisis, las burguesías azuzan el nacionalismo y las izquierdas revolucionarias son
incapaces de extender un internacionalismo opuesto al nacionalismo de sus burguesías. El
lógico euroescepticismo de las clases trabajadoras es manipulado por el capital para que
no se convierta en lucha por una Europa Socialista e Internacionalista, mientras crecen los
nacionalismos burgueses que enfrentan a las clases obreras entre sí y a ella como
conjunto contra los pueblos trabajadores del mundo y especialmente contra los oprimidos
por el imperialismo. El capitalismo también crea dependencia consumista en las masas
trabajadoras que intuyen o saben que parte de su actual forma de vida depende del
saqueo de otros pueblos, del euro imperialismo y de la ayuda del “amigo norteamericano”.
Pese a su euro escepticismo, amplias masas apoyan el euro imperialismo como lo hizo
una parte significativa de la II Internacional con la excusa de impulsar la civilización y el
progreso. Las izquierdas europeas están ciegas, sordas y mudas ante estos problemas
que atañen a la decisiva y extrema complejidad del “mundo subjetivo” como fuerza
material, mundo en el que los sentimientos colectivos profundos, las identidades y los
imaginarios, las culturas y las tradiciones populares, con sus contradicciones internas
fácilmente manipulables, juegan un papel muy importante.
La burguesía tiene la baza del olvido por las masas trabajadoras del valor de lo colectivo,
de los bienes comunales, de la vida común y en cooperación desmercantilizada, de la
autoorganización y de la horizontalidad de base, asamblearia y consejista. Recordemos lo
dicho sobre el antagonismo entre el reformismo fetichista y la conciencia colectiva, libre y
crítica. La herencia de la II Internacional, de la III en su período estalinista y del
eurocomunismo, es la responsable en buena medida de que las izquierdas avancen
lentamente en la autoorganización obrera. Se recupera lentamente lo esencial de la
explosión de creatividad teórica ocurrida entre finales de los años sesenta y mediados de
los ochenta, porque apenas penetró en las jóvenes generaciones obreras, limitándose en
la mayoría de los casos a la juventud radicalizada pequeño burguesa, apenas al
proletariado. El devastador ataque represivo y los efectos rompedores del ataque a la
centralidad obrera realizados por el neoliberalismo explican, entre otras razones, las
grandes dificultades de las clases trabajadoras para recuperar su conciencia y orgullo de
clase, inseparables de la práctica de lo colectivo.
Sin embargo, esta praxis es vital porque atañe a la decisiva cuestión del poder, del
proceso que va del contrapoder al poder popular pasando por el doble poder. Conforme
avanza la crisis las clases explotadas empiezan poco a poco a recuperar experiencias de
autoorganización asamblearia, de coordinación horizontal y de base, de control de su
propia vida en una dinámica que va de la autoorganización a la autodefensa pasando por
la autogestión y la autodeterminación. El burocratismo dirigista necesita cortarlas de raíz,
pero también muchas izquierdas han caído en el error contrario al sobrevalorar de forma
idealista la capacidad espontánea de las clases explotadas negando la imprescindible
interacción entre espontaneidad y organización. Así, sumando ambos motivos, fracasan al
poco de nacer la mayor parte de las luchas aisladas, que apenas avanzan a una mayor
coordinación porque son destrozadas por la burocracia o dirigidas al pantano del
aislamiento sectario por los divididos y enfrentados grupitos de izquierda, más
obsesionados por agudizar lo que les separa que por acercarse en lo que les une.
La última baza es la dificultad de las izquierdas para elaborar una teoría práctica y una
práctica teórica que guíe la lucha contra la multidivisión y fraccionamiento de la clase
obrera que el capital agranda a diario. Las crisis son usadas por el capital para romper la
centralidad proletaria, para pulverizar su unidad y multiplicar su segmentación. Ahora está
sucediendo lo mismo. Parte de la izquierda se ha creído la mentira de la pérdida de la
centralidad proletaria en el capitalismo actual, disgregándose en los “movimientos
sociales” y reduciendo la realidad objetiva estructurante de la lucha de clases a una mera
“lucha social” más, como otra cualquiera, sin mayor peso político que la lucha por un
derecho particular. La debilidad de la práctica teórica facilita la proliferación de
reformismos parciales, de escapismos apolíticos y de alternativas sectoriales que no van
nunca a la raíz del problema, la dictadura asalariada que determina todas las formas
específicas de explotación por suave e invisible que parezcan.
No negamos la importancia de los “movimientos sociales”, al contrario, pero reafirmamos
la cuestión decisiva: el poder estatal defensor de la propiedad privada de las fuerzas
productivas. La centralidad proletaria es la única garantía existente frente a la centralidad
burguesa. Para anular dicha garantía, el capital intenta destrozarla como sea, en lo
material y en lo teórico. Modas ideológicas reformistas han facilitado el debilitamiento de la
centralidad proletaria desde los años setenta, con tesis sobre “la muerte del proletariado”,
los “nuevos sujetos sociales”, la “desaparición del poder estatal” y la aparición de “poderes
diversos e inconexos”, la “desaparición de los grandes relatos” y de la “centralidad de la
producción fabril”, etc., siendo ampliamente difundidas por la industria político-mediática
capitalista. El desierto teórico impuesto por la URSS facilitó el giro a la nada de la “nueva
izquierda”. Las fuerzas revolucionarias actuales todavía no han modernizado del todo la
práctica teórica capacitándola para luchar contra la ampliación e intensificación de las
explotaciones burguesas concretas, y contra la esencia misma inalterable del poder del
capital.
3.2.
La segunda solución es imponer la hegemonía interna de la burguesía alemana apoyada
por fracciones de otras burguesías interesadas en secundarla, sobre las restantes
burguesías para disciplinar la Unión Europea frente a un mercado mundial cada día más
competitivo y menos controlable; y para dirigir la represión del movimiento obrero y
revolucionario de la UE de forma más ágil y rápida, aumentando los poderes represivos
estatales pero guiándolos a escala europea. Estas dos necesidades han aparecido
también en las anteriores reordenaciones, con las formas adecuadas en cada momento.
Ahora, las burguesías más poderosas no pueden recurrir a la guerra abierta para
imponerse, por lo que aplican presiones múltiples sobre las débiles y la “guerra social”
contra las clases trabajadoras. Las exigencias implacables y feroces aceptadas por las
burguesías griega y española son un ejemplo aplastante que será seguido por otras
burguesías, incluso por una tan poderosa como la británica que ya ha anunciado
tremendos golpes antiobreros que serán aplicados en lo básico por absolutamente todos
los Estados de la Unión Europea porque tienen más miedo a la revolución socialista que a
Alemania.
La tercera solución es una ágil autonomía con respecto a Estados Unidos para lograr su
protección militar y político-económica, pero con cotas movibles de libertad de acción en
las pugnas no decisivas con transnacionales y grandes corporaciones yanquis por el
control de determinados mercados y yacimientos de productos vitales. La dependencia
europea hacia Estados Unidos fue notoria ya a finales de la guerra de 1914-1918, vital a
partir de la guerra de 1939-1945 y se transformó en sumisión estratégica definitiva durante
la guerra de Suez en 1957. Incluso el Estado francés ha tenido que claudicar entrando en
la OTAN y aceptando el control yanqui sobre sus armas nucleares. La Unión Europea no
puede obviar que Gran Bretaña y otros Estados tienen relaciones directas con los yanquis,
y que actúan como agentes suyos en las decisiones europeas. Mantener este equilibrio es
muy importante, pero lo decisivo es disponer de un protector armado hasta los dientes.
Resumiendo, la crisis de la Unión Europea refleja la decadencia irreversible de la que fue
la primera potencia burguesa mundial, que ya no puede seguir siéndolo y que está
dispuesta a todo con tal de mantener su segundo puesto en la hegemonía imperialista,
ayudando a Estados Unidos, de quien depende en lo estratégico. Las clases trabajadoras
y las naciones oprimidas son las víctimas sacrificadas en el altar de la acumulación
capitalista europea.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 1 de julio de 2010